Cicatrices, la voz de una historia

 


Mónica Restrepo. Este es el nombre de una mujer caleña que guarda dentro de sí, cientos de historias que apenas hoy, son contadas. Su cuerpo es la expresión de vida, de dolor y de renacimiento. En ella se encuentran marcadas las huellas gigantes de la violencia intrafamiliar, que aún en el presente, la persiguen, pues su cuerpo es un recordatorio constante de aquello que su mente se niega a olvidar.


Escrita por: Isabella Jimenez Hernandez

*Testimonio de una mujer caleña a quien se le ha modificado el nombre, buscando proteger su identidad*


Cuarenta años atrás, las callecitas del Manuela Beltrán, justo en la Comuna 21, enmarcaban la vida de Mónica. El barrio aguardó en él su pequeña casa, un rancho cocido con esterilla y techo de cartón, en el que vivía con su madre, su padre y sus dos hermanos. Para Mónica no es fácil recordar su pasado. Hacer memoria significa revivir esa pregunta que la acompañó durante tantos años, ¿por qué?. Aquella pequeña niña no conseguía entender el motivo de los salvajes puños que su padre le propinaba a ella y a su madre sin cansarse. Tampoco lograba comprender por qué el desprecio de su padre hacia ella. De sus dos hermanos, era la única que cargaba en su cuerpo con los moretones y la sangre del carácter violento de quien se hacía llamar “papá”. A sus quince años, Mónica ya sabía qué era el maltrato. Desde entonces, su mente y su cuerpo llevan grabadas bofetadas, puñetazos, humillaciones y dolores, que la siguieron acompañando durante 25 años más, pero esta vez, sin la presencia de su padre.


Cuando Mónica tenía quince años, conoció a Jorge Luis, un jóven moreno, delgado y bien vestido, que no hace mucho se había mudado al lugar. Las amigas del barrio fueron las encargadas de presentarle a aquel chico de 25 años que, de inmediato logró iluminar con fuerza los ojos de Mónica. En un principio, su relación fue sólo una amistad, sin embargo,no se quedó allí. Sólo bastaron unos cuantos días para que Mónica y Jorge decidieran empezar su noviazgo, invadidos por el gusto y la prisa, aunque no todo sería como lo imaginaron. 


Dos meses más tarde, el padre de Mónica, ese hombre radical, violento y determinante, conoció el secreto que le tenía guardado su hija. A través de rumores veloces, se enteró que Mónica, a quien le tenía prohibido tener novio, salía con aquel chico 10 años mayor que ella. Su reacción no la podía haber esperado nadie. El padre de Mónica la esperaba dentro de la casa, sosteniendo con su su mano, una puñaleta; completamente decidido a darle un navajazo. Empero, su madre no lo permitió, aunque el resto de la noche hubiera significado los gritos de ayuda que ambas, en medio de la desesperación, vociferaban ante las agresiones de aquel hombre. Mientras sentía adormecida y dolida cada entraña de su cuerpo, Mónica tomó una decisión: huiría de casa. 


En cuanto amaneció, Mónica esperó con paciencia a que cada uno de sus padres saliera de casa: su padre hacia el zapatero y su madre a vender tomates. Cuando se halló completamente sola, salió de allí. Su primer lugar de llegada fue Jimmy, un tío suyo, que de inmediato, desvaneció cualquier esperanza de refugio en Mónica, cuando este le expresó que no tenía los medios para dejarla quedar en su casa. Sin embargo, Jorge Luis sí aceptó su plan de huída. En compañía de su novio, Mónica recorrió la ciudad hasta llegar a la casa de la abuela de Jorge, donde también recibieron una negativa. Impulsados por aquel espíritu jóven y desafiante, decidieron ir a la terminal, al norte de la ciudad. Sin tener un lugar certero de llegada, abordaron un autobús con destino a Tuluá, otro municipio del Valle a casi 3 horas de distancia de Cali. Allí no permanecieron muchos días. Jorge, decidió emprender un camino más largo hacia la Guajira. En Ríohacha un tío suyo los iba a recibir con los brazos abiertos, así que, de nuevo emprendieron otro nuevo camino. 


En Riohacha, la vida de Mónica parecía haber cambiado. Se sentía feliz, estable; por fin, había logrado desprenderse de las iras de su padre que siempre terminaban en golpes. Mientras disfrutaba de su nuevo comienzo, Mónica se embarazó de su primer hijo a los 16 años: Jhon James. Con esto, su panorama cambiaba, así que decidió devolverse a Cali con Jorge Luis y su notable barriga de 8 meses de embarazo.


Estando en Cali, el bienestar que Mónica había sentido ocho meses atrás, comenzaba a desvanecerse de a poco. Sin saberlo, su vida se estaba devolviendo de nuevo a sus primeros quince años en aquel lugar del que había logrado escapar. Jorge Luis retomó los estupefacientes que hace unos meses había dejado, y “se convirtió en otro él”. Su rutina era salir de casa temprano y llegar al otro día, borracho y drogado. Así que Mónica, con su hijo en brazos, abandonó aquel lugar, buscando librarse del tormento de soportar las borracheras y las malas expresiones de su novio contra ella. Sin embargo, esto duró poco. El hombre logró convencer a Mónica de regresar, buscaron una nueva habitación en un hotel, y se establecieron por segunda vez. 


Mónica sentía que era una nueva etapa, que todo cambiaría y que Jorge volvería a ser el hombre que era hace unos meses, pero se equivocó. Su ilusión se vió empañada por las constantes agresiones psicológicas que comenzó a vivir al lado de él, seguido de un embarazo que, tal vez, ella quiso evitar. Mónica es otra de las miles de mujeres sobre las cuales sus esposos ejercen dominación y control, pues Jorge Luis jamás le permitió planificar, como si la decisión sobre su cuerpo y sus derechos reproductivos no le pertenecieran únicamente a ella. 


“Cuando él comenzó a consumir vicio, la vida me cambió”, recuerda Mónica, mientras explica que Jorge Luis llevó a su hijo y a ella en embarazo a vivir a una olla, a la 12. Aquella habitación de hotel en la que vivían, fue testiga durante meses de las humillaciones de Jorge contra Mónica. Aquel hombre, enfurecido, siempre le repetía a Mónica lo “mantenida” que era; le reprochaba el apoyo que sus padres le daban con Jhon James, y lo que le valía el alquiler de la pieza, “Todo eso me lo sacaba en cara”. Por esto, de nuevo, Mónica tomó la decisión de irse, esta vez por más tiempo. Durante todo su embarazo se mantuvo refugiada en la casa de un tío, que la cuidó y ayudó hasta el nacimiento de Rubén, su segundo hijo. Cuando había dado a luz, su ex esposo regresó, se apareció en su vida rogando perdón y suplicando que de nuevo regresará. Por segunda vez, Mónica accedió, en esta ocasión con una diferencia, dejó a su hijo Rubén al cuidado de su tío. Ella sabía que con él estaría mejor que a su cargo. 


Durante otros meses, la vida de Mónica fue igual. Jorge Luis, consumido por el bazuco, siempre terminaba por violentarla verbalmente, ella se marchaba y después regresaba tras las súplicas o amenazas de muerte de su esposo. Sin embargo, su tercer embarazo, el de Leidy, traería consigo un punto de quiebre en su vida. A partir de ese momento nada sería igual de nuevo. Los comportamientos abusivos y violentos de Jorge dejarían de tener límites; ahora no existía esa palabra. 


Mónica recuerda, con su voz tenue y cansada, la primera vez que la golpeó. Haciendo uso de toda su fuerza, Jorge Luis la empujó a la calle, mientras con sus palabras le reclamaba por no trabajar. Él le advirtió que tenía que llegar con dinero a la casa, si no lo hacía, no la dejaría entrar. Después de esto, las agresiones se hicieron recurrentes. Mónica vivía con los ojos destrozados, los labios partidos y las partes de su cuerpo repletas de moretones y contusiones, incluso, se alejó de su familia. Sentía vergüenza por como lucía y por su situación. “Yo no volví a buscar a mi mamá. No quería que me viera así. Un día con el ojo moreteado o la boca partida, o los dientes safados”. Así que, Mónica vivía sola su dolor, era víctima de violencia doméstica en silencio, callada, sin voz. 


Mónica recuerda con exactitud la primera vez que Jorge Luis la apuñaló. Su hija Leidy tenía cinco años, y en ese momento, aquel hombre sentía el desespero de no tener más bazuco en sus manos. Para él, la culpa era de su esposa, como siempre y como en todo. Así que, invadido por una exuberante crueldad, tomó un envase que tenía cerca, lo rompió, y se lo enterró en una pierna, sin sentir un mínimo de arrepentimiento. La pierna de Mónica era roja, su sangre cubría por completo su extremidad, mientras el dolor le recorría el cuerpo. En su mente, ella sólo podía pensar en sus hijos, por ellos, soportó lo insoportable. “Yo dejaba que él me golpeara y me apuñalara, y otra vez lo perdonaba porque no tenía a donde ir con todos mis hijos”. 


Mónica era presa de todos los deseos y perversidades que reposaban en la cabeza de Jorge Luis. La obligaba a sostener relaciones sexuales con quién él decidiera, amenzandola con que la apuñalaría, pero esto significaba lo mismo. Cuando terminaba con su fantasía, igual la apuñalaba, reclamando su infidelidad e impudicia. Para Jorge Luis, enterrar armas corto punzantes en el cuerpo de Mónica se convirtió en un hobbie, como si el cuerpo de su esposa fuera una simple herramienta para su entretención. Mónica tiene talladas dieciséis gruesas cicatrices en todo su cuerpo. En sus rodillas, su cuello y su rostro se guardan todas y cada una de las historias detrás de cada puñalada, que Mónica jamás olvidará.


Quince años exactos Mónica fue viciosa, pero no por su voluntad. Jorge Luis la obligaba a consumir junto con él, y no le permitía hacerlo en solitario. Él la convirtió en consumidora de bazuco, dejada a la tristeza y el dolor. El mismo hombre la apuñaló, la golpeó y armó un ancho cigarro de bazuco que le obligó a fumar. “Del miedo que le tenía, lo aspiré, pero ahí me quedé. Duré muchos años consumiendo bazuco”. Por esto, su suegra decidió quedarse con sus nietos hombres, dejando a cargo de Mónica las otras 6 niñas que había dado a luz. 


Mónica es un compendio de recuerdos violentos, de fragmentos y de marcas, no sólo físicas, sino psicológicas. En su mente y su cuerpo están grabados aún los correazos que sus hijas le daban, por orden de su padre. Ellas eran obligadas a subyugar a su madre. Entre el llanto, la angustia y las manos temblorosas, sus hijas obedecían, también siguiendo las órdenes de su madre, que prefería ser lastima,  en lugar de escuchar los tablazos que Jorge Luis les imponía en sus pequeñas manos cuando ellas no obedecían. 


Después de casi perder a sus hijas en el ICBF, Mónica tocó fondo. El miedo que le impedia liberarse desapareció. Sus hijas para ella eran su vida completa, así que por primera vez, era ella contra Jorge Luis. Así que, pensó en algo. Su último día en casa, hace 14 años, le dió algo de dinero a Jorge para que comprara algunas botellas. Mientras tanto, ella trituró dos pepas que le dio a él mientras, sentados en la mesa, bebían. Mónica, lo tenía todo muy claro. Le dió de beber más a Jorge Luis hasta que su cuerpo quedó doblado en aquella silla. Con dificultad, Mónica lo llevó a una de las habitaciones, lo dejó encerrado con un candado, y se adentró al baño de la casa. Mientras ella botaba toda botella y bolsa transparente de bazuco por el inodoro, se dijo a sí misma “Hasta hoy vivo con él”. 


De afán, Mónica tomó a sus hijas, las sentó en un coche y movió sus pies ágilmente hasta llegar a la terminal de transportes a media noche. Sin una moneda en su bolsillo, Mónica esperó el amanecer sentada en una esquina junto con sus niñas, aspirando a que recursos humanos las ayudaran a salir de la ciudad. En cuanto recursos humanos aprobó su solicitud, Mónica abordó de nuevo otro bus hacia Tuluá, pero esta vez, en compañía de sus hijas. Mónica iba cargada de esperanza, intentando  empezar de nuevo y renacer lejos de allí.  


En Tuluá la vida le dió un empujón a Mónica. Allí, conoció a otra mujer que le brindó ampliamente su ayuda: le pagó dos meses de arriendo en una habitación de un hotel y cubrió los gastos de alimentación de dos meses en un puesto de comida cercano. Todo marchaba bien. Mónica empezó a trabajar en las calles y con eso logró permanecer 9 meses en el corazón del Valle. Desde hace muchos años, no sentía tranquilidad, ni una mínima felicidad. Aquí las había encontrado, aunque todavía debía hacer algo: volver a Cali por su hija Leidy. 


Eso hizo Mónica. De nuevo, arribó a la capital vallecaucana con sus hijas, buscó a Leidy y entre ambas, comenzaron a pagar un apartamento pequeño para ellas y sus niñas. Sin embargo, mientras vendía en el centro, Mónica se reencontró con el fantasma de su pasado. Pero esta vez no fue igual. Ella mantuvo firmeza, valentía y en ningún momento se dejó dominarse por el miedo. Jorge Luis intentó pegarle a Mónica, pero ella no lo permitió. Por el contrario, puso una demanda en la Fiscalía y pidió una orden de alejamiento para mantener a su agresor, Jorge Luis, lejos de su vida. Desde ese momento, Jorge Luis parecía haber olvidado el pasado. Cuando transitaba por el centro y veía a Mónica en compañía de sus hijas, seguía de largo, no observaba y muchos menos cruzaba palabra. 


Ahora, Mónica tiene 55 años, vive en Altos los Cholos y es vendedora ambulante de libros para colorear, velas y bolsas de basura. Aunque hoy día deba hablar con su agresor por su hijo menor de 14 años, ella guarda en su corazón, el más profundo resentimiento. “Así yo quiera echar esos recuerdos al olvido, no puedo, así lo haya perdonado”. En Mónica quedaron marcados todos y cada uno de los veinticinco años en los que fue víctima de violencia doméstica, psicológica y sexual. Su cuerpo hoy habla por sí solo. Padece de deficiencia cardíaca, Lupus, no le funciona correctamente un pulmón y está sintiendo las pisadas cercanas del Alzheimer. A su corta edad, Mónica a veces debe usar bastón. Sus piernas se hinchan y pierden movilidad. Tiene más de 16 cicatrices en todo su cuerpo, un labio completamente roto y sus dientes, caídos, Su vida ahora es sólo los retazos de esa adolescente que, a los quince años, dejó de ser feliz.

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